9:15 pm: Luz y televisor encendidos, en mi cama, dispuesto a descansar para el nuevo día. De repente un fuerte estruendo. Y se hizo la oscuridad. Me levanto con precaución y busco una vela para que guie por minutos los pasos de los que viven en mi casa. El olor a fósforo invade la sala. La vela se enciende, derramando ligeras gotas de esperma que se acomodan una por una alrededor de su figura vertical. Se deshace poco a poco hasta convertirse en un charco amorfo, listo para endurecerse por el ambiente a su alrededor. El fuego, la cúspide. Se balancea de lado a lado en la mecha, como queriendo salir de ahí, atrapado, porque sabe como sera su final: ahogado y sin donde ir.
Cuando se va la luz todo es distinto. Las velas son una simulación de claridad, una luz falsa y efímera. En la pared, la sombra: mágico efecto de la luz del fuego que proyecta una silueta perfecta y real de nuestro ser. La gente alrededor que sale a la puerta de sus casas a hablar, los vecinos discutiendo en voz alta, las plantas de energía del centro comercia, los zapatos pisando el suelo, el murmullo. El ruido de la noche. La verdadera noche, la que no es artificial.
Al lado de la vela me encuentro. Dejo de escribir y salgo a la calle. Miro al cielo. No hay estrellas, no hay luna. Solo nubes, inmensas nubes acompañadas de uno que otro rayo, como flashes de cámaras fotográficas retratando el actuar de los que en la tierra vivimos.
10:15 pm: La luz volvió. Apareció. Vuelve la falsedad de lo normal, lo cotidiano, lo usual y predecible. Se apaga la vela, se acaba el fuego. Adiós a lo natural, adiós a lo real. Y vino la luz.
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