"Ajá. 11 de septiembre. Un pelao nació en Barranquilla a la hora que se cayeron las Torres Gemelas. ¿Quién quiere hacerlo?”. Salió McCausland, airoso y apresurado de su oficina en la redacción. A su lado estaba yo, menudo ante su imponente presencia (mido 1.75 metros, pero me veía como un ratón). “Yo lo hago Ernesto”, le dije. Su mirada bajó hacia mis ojos. Era una mirada de duda, quizá de las más intimidantes que haya visto. “Dale con toda”, me dijo.
Como niño en la mañana de navidad, salí corriendo a mi puesto de trabajo, tomé lapicero, cuaderno, grabadora, los metí en mi mochila y salí rumbo a buscar al personaje que era mi noticia en la edición de EL HERALDO del día siguiente. Tenía nervios. Era practicante de la web del periódico y mi contacto con Ernesto era nulo, a pesar de haber sido en 2006 y 2007 compañeros de presentación en las transmisiones del canal Regional TeleCaribe. Como si se tratara de mi primera entrevista, no sabía qué preguntar al inocente niño de 10 años sobre su nacimiento al mismo tiempo que el mundo posaba sus ojos sobre Nueva York. Pensaba en el momento en que me tocaba redactar mi escrito, y en que Ernesto debía revisarlo, evaluarlo, corregirlo y editarlo.
Al llegar a la redacción, me senté en mi puesto y recibí su llamada. “Vente pa’ acá”, me dijo. Estaba frío. Nunca me ha gustado escribir mis artículos ante la mirada de alguien más. Estaba muerto del miedo. Al pasar por la puerta, McCausland abría una página en blanco mientras me sentaba en una silla. “¿Cómo te fue?”. La respuesta a esa pregunta fue mi sustentación. “Hagámoslo de esta manera”, me impuso. Pero le dije que no, que tenía una idea mejor. Le expliqué la estructura y noté su sorpresa. Le dictaba datos y juntos craneamos un escrito que salió publicado al día siguiente en la edición impresa del periódico. Su sonrisa estaba allí. Su satisfacción con la que presionaba el teclado del computador y la conversación que tuvimos al pensar qué otros datos interesantes podrían enriquecer el artículo me hizo verlo como persona, me hizo apartar esa imagen del jefe que pensaba que era. Ese día conocí al verdadero Ernesto McCausland: el correcto, el creativo, el intelectual, el recursivo, el humano.
Al llegar a la redacción, me senté en mi puesto y recibí su llamada. “Vente pa’ acá”, me dijo. Estaba frío. Nunca me ha gustado escribir mis artículos ante la mirada de alguien más. Estaba muerto del miedo. Al pasar por la puerta, McCausland abría una página en blanco mientras me sentaba en una silla. “¿Cómo te fue?”. La respuesta a esa pregunta fue mi sustentación. “Hagámoslo de esta manera”, me impuso. Pero le dije que no, que tenía una idea mejor. Le expliqué la estructura y noté su sorpresa. Le dictaba datos y juntos craneamos un escrito que salió publicado al día siguiente en la edición impresa del periódico. Su sonrisa estaba allí. Su satisfacción con la que presionaba el teclado del computador y la conversación que tuvimos al pensar qué otros datos interesantes podrían enriquecer el artículo me hizo verlo como persona, me hizo apartar esa imagen del jefe que pensaba que era. Ese día conocí al verdadero Ernesto McCausland: el correcto, el creativo, el intelectual, el recursivo, el humano.
“Sigue escribiendo, Jairito”. Soy alto, pero Ernesto me ganaba. A su lado era Jairito. Me invitó a la Escuela de Redacción 'Olguita Emiliani' del periódico, un espacio para cultivar el amor por las letras y el periodismo a estudiantes de la ciudad. McCausland fue mi maestro. Me enseñó detalles fundamentales de la crónica, nos refirió anécdotas, nos contó sus travesías. Puso a disposición ese disco duro lleno de documentos e imágenes en su mente para empezar a construir en los que lo escuchábamos lo lindo que es escribir y narrar historias.
Me levanté hoy con lágrimas en los ojos. Lágrimas de tristeza por su muerte, pero también de satisfacción por lo mucho que le aprendí a pesar del poco tiempo a su lado. Jamás pensé que uno de los cronistas más destacados en la historia del periodismo colombiano sería mi jefe. Mucho menos pensaba en que sería mi maestro. Doy gracias a la vida por ese 10 de septiembre, día en que, en la oficina, sustenté el examen más difícil que jamás haya realizado. No me importó si saqué una nota positiva. Me importó más ver a uno de mis grandes ídolos de la infancia en función de maestro, llevando mis manos trazando un escrito.
Mi gratitud por siempre para ti, Ernesto. Gran reto nos dejas a miles de estudiantes y periodistas de esta nueva generación. Esa que empezó a sentir pasión por el periodismo gracias a grandes personajes como tú.
Que excelente experiencia.
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